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La magia de la palabra ¡chébrole!

En el pueblo de Matabueyes,  una minúscula aldea escondida entre las montañas, vivía ya hace mucho tiempo una niña. La única del pueblo. A la que sus padres decidieron trasladarla a la ciudad para que compartiera  su vida con otros niños y pudiera acudir al colegio cada día.

 
Era ella una niña  demasiado pobre. Tan sólo tenía palabras, y mucha gente que la quería; de entre todas las palabras destacaba  una muy extraña con la que acudió el primer día de clase en la ciudad a su escuela. La llevaba escrita sobre las pastas de cada cuaderno y en todos su libros.  Era la palabra “¡Chébrole!”. Palabra que nunca antes nadie en la ciudad, ni en su colegio se  había oído.


Cada vez que alguien le preguntaba algo pronunciaba  aquella  palabra y la niña sonreía como plena de alegría y felicidad. Pronto se generalizó la extraña palabra entre  sus propios compañeros de clase y, no tardando, en todo el colegio. Todo el mundo la decía sin que nadie  conociera  su significado. Ni siquiera la niña conocía qué podría significar. Sólo sabía que se decía en su pueblo y siempre  se la había oído decir a sus abuelos y a sus padres mientras paseaban de la mano.

 Un día los compañeros de Berta, que así se llamaba la niña, decidieron organizar una patrulla para ir en su búsqueda. Rebuscaron y rebuscaron por todos los rincones; preguntaron en todos los lugares de la ciudad. Buscaron en todos los libros y diccionarios del mundo sin ser capaces de que nadie les diera resultado. Como nadie fue capaz de encontrar nada relacionado con su significado decidieron que la palabra la utilizarían siempre que cada uno de ellos comenzase a  notar una extraña reacción de felicidad y alegría. Entretanto, debería decir inmediatamente, la extraña palabra para manifestárselo a sus compañeros y amigos. Y cada vez que así ocurría iban diciendo la mágica palabra que parecía  resultar contagiosa.

 Palabra que, según nos había dicho Berta, nuestra compañera de clase, había resultado mágica para que en su  pueblo de Matabueyes se viviera en eterna felicidad entre montañas, y ríos transparentes y  limpios. Decía Berta que se trataba de una palabra dulce con sabor a caramelo de menta y olor a tomillo. Palabra que todos aprendían de inmediato cada vez que alguien los alababa por su tareas o les manifestaban su afecto y amistad. Solía decir Berta que era como una palabra capaz de atrapar el alma de las cosas para hacer felicidad de todo lo que nos rodea. En ella se encontraban las flores, lo olores del mar, el ronroneo del río, la blancura de las montañas y las figuras caprichosas de las nubes.

 Ahora la palabra había llegado al colegio de Berta y se había instalado en cada uno de los niños. Flotaba en el aire como mariposa revoloteando. Mariposa que cuando lograba posarse sobre el corazón de uno de los niños lo hacía cambiar, de tal manera, que ya no volvía a parecerse al de siempre. Cuando así ocurría le hacía sentir una enorme felicidad  y quedaba prendado para siempre por una eterna sonrisa contagiosa. Por eso era por lo que todos querían que se les posase la mariposa.

 Así fue como la palabra “¡Chébrole!” se convirtió en tesoro que todos perseguían. Hasta tal punto llegó su magia que aquellos niños cambiaron. Ni sus propios padres eran ahora capaces de reconocerlos en su comportamientos tan ejemplares. Ahora ya no eran los mismos rapaces inquietos y deslenguados que se insultaban o peleaban con demasiada frecuencia. No, no, hasta la ciudad poco a poco fue cambiando y siendo ejemplo contagiosos para otras.

 Los niños llegaron a pensar que tal vez esta fuera la fórmula mágica para un día hacer cambiar el comportamiento de los hombres y así cambiar el mundo, y hasta pudiera ser que esta mágica palabra fuera capaz de lograr que el mundo fuera entendido de otra manera por los hombres que lo pueblan.

 Aquel día, antes de que amaneciera el último de los soles, se apresuraron para hacerle un monumento en mitad de la ciudad donde el hombre comenzara a vivir en eterna armonía, mientras ángeles ociosos revoloteaban por el aire con envidia desmedida. Por el jardín secreto de las palabras que conducen al entendimiento y la felicidad.

 Hoy Berta ha vuelto a su pueblo allá en Matabueyes y ha  vuelto a saborear, desde el eco, la magia de la palabra “¡Chébrole!”. Mientras la ha pronunciado el río parecía reír dejando su espuma a la orilla. Las montañas a  lo lejos, parecían aplaudir en sus ojos.

 Es cierto, la ciudad ha cambiado y cuando caminas por sus calles, sus gentes parecen llevar pegado al alma la mágica palabra. Si también tú quieres sentir la felicidad, no dudes en atrapar para ti la palabra. ¡Pronúnciala!

 (Benjamín Charro )

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